ALETEIA

domingo, 18 de diciembre de 2011

El nacimiento del Mesias en el arte 2. Adoración del Niño Alberto Durero


En 1496, año de esta obra, Durero acababa de llegar de Italia, donde había aprendido nuevas técnicas pictóricas y una nueva estética. Ese mismo año en Nüremberg se recibió la visita de Federico el Prudente, el poderoso príncipe elector de Sajonia. El personaje se convirtió en el mecenas de Durero, a quien encargó como primer trabajo esta obra, junto a su retrato. Durero pone de manifiesto en este cuadro de la Virgen con el Niño todo lo aprendido en Italia. En primer lugar, abandona el tradicional óleo sobre tabla que se empleaba generalmente en Alemania, para realizar la Adoración sobre lienzo, a la italiana.También en la concepción de la pintura encontramos el rastro de lo visto en Italia. Durero nos muestra una Virgen monumental, casi escultórica, con el rostro en delicado escorzo apuntado por el sombreado, muy del estilo de las obras de Mantegna. La construcción espacial de la sala es idéntica a los experimentos de perspectiva de los italianos. Los elementos alemanes, empero, emergen por todas partes: el paisajito que vemos por la ventana es el de Nüremberg, con sus tejados de afiladas vertientes. Los angelillos que coronan a la Virgen y adoran al Niño son de reducido tamaño y tipo físico nórdico. Al fondo de la sala, en una habitación secundaria, observamos a San José embebido en sus tareas de carpintero, completamente ajeno al misterio divino.


CITA:CIUDAD DEL VATICANO, domingo 11 diciembre 2011 Angelus Benedicto xvi
Los textos litúrgicos de este periodo de Adviento nos renuevan la invitación a vivir a la espera de Jesús, a no dejar de esperar su venida, de tal modo que nos mantengamos en una actitud de apertura y disponibilidad al encuentro con Él. La vigilancia del corazón,que el cristiano está llamado a ejercer siempre, en la vida de todos los días, caracteriza en concreto este tiempo en el que nos preparamos con alegría al misterio de Navidad (cfr Prefacio de Adviento II). El ambiente exterior propone los habituales mensajes de tipo comercial, aunque quizá en tono menor a causa de la crisis económica. El cristiano está invitado a vivir el Adviento sin dejarnos distraer por las luces, pero sabiendo dar el justo valor a las cosas, para fijar la mirada interior en Cristo. Si de hecho perseveramos "vigilantes en la oración y exultantes en la alabanza" (ibid.), nuestros ojos serán capaces de reconocer en Él a la verdadera luz del mundo, que viene a iluminar nuestras tinieblas.
 
La verdadera alegría no es fruto del divertirse, entendido en el sentido etimológico de la palabra di-vertere, es decir desentenderse de los empeños de la vida y de sus responsabilidades. La verdadera alegría está vinculada a algo más profundo. Cierto, en los ritmos diarios, a menudo frenéticos, es importante encontrar tiempo para el reposo, para la distensión, pero la alegría verdadera está ligada a la relación con Dios. Quien ha encontrado a Cristo en la propia vida, experimenta en el corazón una serenidad y una alegría que nadie ni ninguna situación pueden quitar. San Agustín lo había entendido muy bien; en su búsqueda de la verdad, de la paz, de la alegría, tras haber buscado en vano en múltiples cosas, concluye con la célebre frase de que el corazón del hombre está inquieto, no encuentra serenidad y paz hasta que no reposa en Dios (cfr Confesiones, I,1,1). La verdadera alegría no es un simple estado de ánimo pasajero, ni algo que se lograr con el propio esfuerzo, sino que es un don, nace del encuentro con la persona viva de Jesús, del hacerle espacio en nosotros, del acoger al Espíritu Santo que guía nuestra vida. Es la invitación que hace el apóstol Pablo, que dice: "El Dios de la paz os santifique por entero, y toda vuestra persona, espíritu, alma y cuerpo, se conserve irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo" (1 Ts 5,23). En este tiempo de Adviento, reforcemos la certeza de que el Señor ha venido en medio de nosotros y continuamente renueva su presencia de consolación, de amor y de alegría. Confiamos en Él; como también afirma san Agustín, a la luz de la experiencia: el Señor es más íntimo a nosotros que nosotros mismos --interior intimo meo et superior summo meo-- (Confesiones, III,6,11).

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