El papa
Francisco reza el Regina Caeli desde la
ventana de su estudio
¡Queridos
hermanos y hermanas!
¡Buen
día! En este domingo en el que concluye la octava de pascua, les renuevo
mis mejores deseos de pascua con las mismas palabras de Jesús Resucitado: ¡Paz
a ustedes!. No es un saludo y tampoco un simple deseo: es un don, más aún,
un don precioso que Cristo le ofrece a sus discípulos después de haber pasado a
través de la muerte y del infierno.
Nos da la
paz, como había prometido: “Les dejo la paz, les doy mi paz. No como la da el
mundo, yo la doy a ustedes”. Esta paz es el fruto de la victoria del amor de
Dios sobre el mal, es el fruto del perdón. Y es exactamente así: la
verdadera paz, aquella profunda, viene de la experiencia que uno tiene de la
misericordia de Dios.
Hoy es el
domingo de la Divina Misericordia -por voluntad del beato Juan Pablo II- que
cerró los ojos en este mundo justamente en la vigilia de dicha fecha.
El
Evangelio de Juan nos refiere que Jesús se apareció dos veces a los apóstoles
reunidos en el Cenáculo: la primera, la noche misma de la Resurrección, cuando
no estaba Tomás, quien dijo: si no veo y no toco, no creo.
La segunda
vez, ocho días después, estaba también Tomás. Y Jesús se dirigió justamente a
él, lo invitó a mirar las heridas y a tocarlas. Y Tomás exclamó: ¡Señor
mio y Dios mio!.
Jesús
entonces dijo: Porque me has visto tú has creído; ¡bienaventurados
quienes no me han visto y han creído!.
¿Y quiénes
eran estos que habían creído sin ver? Otros discípulos, otros hombres y
mujeres de Jerusalén, que mismo no habiendo encontrado a Jesús resucitado,
creyeron en el testimonio de los apóstoles y de las mujeres.
Esta es una
palabra muy importante sobre la fe, podemos llamarla la bienaventuranza de la
fe. Beatos aquellos que no vieron y creyeron, esta es la bienaventuranza de la
fe.
En cada
tiempo y lugar son bienaventurados quienes, a través de la palabra de Dios,
proclamada en la Iglesia y testimoniada por los cristianos, creen que
Jesucristo es el amor de Dios encarnado, la misericordia encarnada. ¡Y esto
vale para cada uno de nosotros!
A los
apóstoles Jesús les donó, junto con su paz, el Espíritu Santo, para que
pudieran difundir en el mundo el perdón de los pecados, aquel perdón que
solamente Dios puede dar, y que ha costado la Sangre del Hijo.
La Iglesia
es mandada por Cristo resucitado a transmitir a los hombres la remisión de los
pecados, para así hacer crecer el reino del amor, sembrar la paz en los
corazones, para que se afirme también en la relaciones, en la sociedad y en las
instituciones.
Y el
Espíritu de Cristo Resucitado expulsa el miedo del corazón de los apóstoles,
los empuja a salir del Cenáculo para llevar el Evangelio. ¡Tengamos también
nosotros más coraje de dar testimonio de la fe en Cristo Resucitado! ¡No
debemos tener miedo de ser cristianos y de vivir como cristianos!
!Nosotros
debemos tener este coraje de ir y anunciar a Cristo resucitado, porque Él es
nuestra paz. Él ha traído la paz con su amor, con su perdón, con su sangre y
con su misericordia!
Queridos
amigos. Hoy por la tarde celebraré la eucaristía en la basílica de San Juan de
Letrán, que es la catedral del obispo de Roma. Recemos junto a la Virgen María
para que nos ayude, obispo y pueblo, a caminar en la fe y en la caridad.
Confiando
siempre en la misericordia del Señor, porque Él siempre nos espera, nos ama,
nos ha perdonado con su sangre y nos perdona cada vez que vamos a Él a pedir
perdón. Tengamos confianza en su misericordia.
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