En estas palabras pascuales de la Iglesia resuenan en la plenitud de
su contenido profético las ya pronunciadas por María durante la visita hecha
a Isabel, mujer de Zacarías: « Su misericordia de generación en generación ».101 Ellas, ya desde el momento de la encarnación, abren una nueva
perspectiva en la historia de la salvación. Después de la resurrección de Cristo,
esta perspectiva se hace nueva en el aspecto histórico y, a la vez, lo es en
sentido escatológico. Desde entonces se van sucediendo siempre nuevas
generaciones de hombres dentro de la inmensa familia humana, en dimensiones
crecientes; se van sucediendo además nuevas generaciones del Pueblo de Dios,
marcadas por el estigma de la cruz y de la resurrección, « selladas » 102 a su vez con el signo del misterio pascual de Cristo, revelación
absoluta de la misericordia proclamada por María en el umbral de la casa de
su pariente: « su misericordia de generación en generación ».
Además María es la que de manera singular y excepcional ha
experimentado —como nadie— la misericordia y, también de manera excepcional,
ha hecho posible con el sacrificio de su corazón la propia participación en
la revelación de la misericordia divina. Tal sacrificio está estrechamente
vinculado con la cruz de su Hijo, a cuyos pies ella se encontraría en el
Calvario. Este sacrificio suyo es una participación singular en la revelación
de la misericordia, es decir, en la absoluta fidelidad de Dios al propio
amor, a la alianza querida por El desde la eternidad y concluida en el tiempo
con el hombre, con el pueblo, con la humanidad; es la participación en la
revelación definitivamente cumplida a través de la cruz. Nadie ha
experimentado, como la Madre del Crucificado el misterio de la cruz,
el pasmoso encuentro de la trascendente justicia divina con el amor: el «
beso » dado por la misericordia a la justicia.104 Nadie como ella, María, ha acogido de corazón ese misterio:
aquella dimensión verdaderamente divina de la redención, llevada a efecto en
el Calvario mediante la muerte de su Hijo, junto con el sacrificio de su
corazón de madre, junto con su « fiat » definitivo.
María pues es la que conoce más a fondo el misterio de la
misericordia divina. Sabe su precio y sabe cuán alto es. En este
sentido la llamamos también Madre de la misericordia: Virgen
de la misericordia o Madre de la divina misericordia; en cada uno de estos
títulos se encierra un profundo significado teológico, porque expresan la
preparación particular de su alma, de toda su personalidad, sabiendo ver
primeramente a través de los complicados acontecimientos de Israel, y de todo
hombre y de la humanidad entera después, aquella misericordia de la que « por
todas la generaciones » 105nos hacemos partícipes según el eterno designio de la Santísima
Trinidad.
Los susodichos títulos que atribuimos a la Madre de Dios nos hablan no
obstante de ella, por encima de todo, como Madre del Crucificado y del
Resucitado; como de aquella que, habiendo experimentado la
misericordia de modo excepcional, « merece » de
igual manera tal misericordia a lo largo de toda su vida
terrena, en particular a los pies de la cruz de su Hijo; finalmente, como de
aquella que a través de la participación escondida y, al mismo tiempo,
incomparable en la misión mesiánica de su Hijo ha sido llamada singularmente
a acercar los hombres al amor que El había venido a revelar: amor que halla
su expresión más concreta en aquellos que sufren, en los pobres, los
prisioneros, los que no ven, los oprimidos y los pecadores, tal como habló de
ellos Cristo, siguiendo la profecía de Isaías, primero en la sinagoga de
Nazaret 106 y más tarde en respuesta a la pregunta hecha por los enviados de
Juan Bautista.107
Precisamente, en este amor « misericordioso », manifestado ante todo
en contacto con el mal moral y físico, participaba de manera singular y
excepcional el corazón de la que fue Madre del Crucificado y del Resucitado
—participaba María—. En ella y por ella, tal amor no cesa de revelarse en la
historia de la Iglesia y de la humanidad. Tal revelación es especialmente
fructuosa, porque se funda, por parte de la Madre de Dios, sobre el tacto
singular de su corazón materno, sobre su sensibilidad particular, sobre su
especial aptitud para llegar a todos aquellos que aceptan más
fácilmente el amor misericordioso de parte de una madre. Es éste uno
de los misterios más grandes y vivificantes del cristianismo, tan íntimamente
vinculado con el misterio de la encarnación.
« Esta maternidad de María en la economía de la gracia —tal como se
expresa el Concilio Vaticano II— perdura sin cesar desde el momento del
asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin
vacilar al pie de la cruz hasta la consumación perpetua de todos los
elegidos. Pues asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino
que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la
salvación eterna. Con su amor materno cuida a los hermanos de su Hijo, que
todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean
conducidos a la patria bienaventurada ».108
NOTAS:
102
2 Cor 1, 21 s.
103 Lc 1, 50.
104 Cfr. Sal 85 (84), 11.
105 Lc 1, 50.
106 Cfr. Lc 4, 18.
107 Cfr. Lc 7, 22.
108 Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen Gentium, 62: A.A.S. 57 (1965), p. 63.
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Ioannes Paulus PP. II
Carta Encíclica Dives in misericordia sobre la Misericordia Divina 1980.11.30 |
ALETEIA
sábado, 6 de abril de 2013
María pues es la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina.
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