Durante el tiempo pascual, en lugar del Ángelus,
se dice el Regina coeli:
V. Reina del cielo,
alégrate. R. Aleluya.
V. Porque el Señor, a
quien mereciste llevar. R. Aleluya.
V. Ha resucitado, como lo
había dicho. R. Aleluya.
V. Ruega al Señor por
nosotros. R. Aleluya.
V. Goza y alégrate,
Virgen María. Aleluya. R. Porque verdaderamente ha resucitado el
Señor. Aleluya.
Oremos:
Oh Dios, que por la resurrección de tu Hijo, nuestro Señor
Jesucristo, has llenado el mundo de alegría, concédenos, por
intercesión de su Madre, la Virgen María, llegar a alcanzar los
gozos eternos. Por el mismo Jesucristo, nuestro Señor. R. Amén.
V. Regína coeli,
laetáre. R. Allelúja.
V. Quia quem meruísti
portáre. R. Allelúja.
V. Resurréxit, sicut
dixit. R. Allelúja.
V. Ora pro nobis Deum. R. Allelúja.
V. Gaude et laetáre,
Virgo María. Allelúja. R. Quia surréxit Dóminus vere.
Allelúja.
Orémus:
Deus, qui per resurrectiónem Fílii tui Dómini nostri Jesu
Christi mundum laetificáre dignátus es: praesta quaésumus
ut per ejus Genitrícem Vírginem Maríam perpétuae
capiámus gáudia vitae. Per eúmdem Christum Dóminum
nostrum. R. Amen.
Regina Coeli cantada por el padre Mauricio Cox, año 2011
Querría detenerme
brevemente en la página de losHechos de los
Apóstolesque se lee
en la Liturgia de este tercer domingo de Pascua. Este texto refiere que la
primera predicación de los apóstoles en Jerusalén llenó la ciudad de la noticia
de que Jesús verdaderamente había resucitado, según las Escrituras, y era el
Mesías anunciado por los profetas. Los sumos sacerdotes y los jefes de la
ciudad trataron de truncar nada más nacer a la comunidad de los creyentes en
Cristo e hicieron apresar a los apóstoles, ordenándoles que no enseñaran más en
su nombre. Pero Pedro y los otros Once respondieron: "Hay que obedecer a
Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres ha resucitado a Jesús…
lo ha elevado a su derecha como cabeza y salvador… Y de estos hechos somos testigos nosotros y el Espíritu Santo" (Hechos5,29-32).
Entonces hicieron flagelar a los apóstoles y les ordenaron de nuevo que no
hablaran más en el nombre de Jesús. Y ellos se fueron, como dice la Escritura,
"contentos de haber sido juzgados dignos de sufrir ultrajes en el nombre
de Jesús" (v. 41).
Yo me pregunto: ¿dónde
encontraban los primeros discípulos la fuerza para este testimonio suyo? No
solo: de dónde les venían la alegría y el coraje del anuncio, a pesar de los
obstáculos y los malos tratos? No olvidemos que los apóstoles eran personas
sencillas, no eran escribas, doctores de la ley, ni pertenecientes a la clase
sacerdotal. ¿Cómo pudieron, con sus límites y perseguidos por las autoridades,
llenar Jerusalén con su enseñanza (cfr Hechos 5,28)? Está claro que solo la presencia con
ellos del Señor Resucitado y la acción del Espíritu Santo pueden explicar este
hecho. El Señor que estaba con ellos y el Espíritu que les impulsaba a la
predicación explican este hecho extraordinario. Su fe se basaba en una
experiencia tan fuerte y personal de Cristo muerto y resucitado, que no tenían
miedo de nada ni de nadie, e incluso veían las persecuciones como un motivo de
honor, que les permitía seguir las huellas de Jesús y asemejarse a El,
testimoniando con la vida.
Esta historia de la
primera comunidad cristiana nos dice una cosa muy importante, que vale para la
Iglesia de todos los tiempos, también para nosotros: cuando una persona conoce
verdaderamente a Jesucristo y cree en El, experimenta su presencia en la vida y
la fuerza de su Resurrección, y no puede dejar de comunicar esta experiencia. Y
si esta persona encuentra incomprensiones o adversidades, se comporta como
Jesús en su Pasión: responde con el amor y con la fuerza de la verdad.
Rezando juntos elRegina Caeli, pidamos la ayuda de María Santísima para
que la Iglesia en todo el mundo anuncie con franqueza y coraje la Resurrección
del Señor y dé válido testimonio de ella con signos de amor fraterno. El amor
fraterno es el testimonio más cercano que podemos dar de que Jesús está con
nosotros vivo, que Jesús ha resucitado. Oremos en modo particular por los
cristianos que sufren persecución; en este tiempo hay tantos cristianos que
sufren persecución, tantos, tantos, en tantos países: recemos por ellos, con
amor, desde nuestro corazón. Que sientan la presencia viva y confortadora del
Señor Resucitado.
¡Buen
día! En este domingo en el que concluye la octava de pascua, les renuevo
mis mejores deseos de pascua con las mismas palabras de Jesús Resucitado: ¡Paz
a ustedes!. No es un saludo y tampoco un simple deseo: es un don, más aún,
un don precioso que Cristo le ofrece a sus discípulos después de haber pasado a
través de la muerte y del infierno.
Nos da la
paz, como había prometido: “Les dejo la paz, les doy mi paz. No como la da el
mundo, yo la doy a ustedes”. Esta paz es el fruto de la victoria del amor de
Dios sobre el mal, es el fruto del perdón. Y es exactamente así: la
verdadera paz, aquella profunda, viene de la experiencia que uno tiene de la
misericordia de Dios.
Hoy es el
domingo de la Divina Misericordia -por voluntad del beato Juan Pablo II- que
cerró los ojos en este mundo justamente en la vigilia de dicha fecha.
El
Evangelio de Juan nos refiere que Jesús se apareció dos veces a los apóstoles
reunidos en el Cenáculo: la primera, la noche misma de la Resurrección, cuando
no estaba Tomás, quien dijo: si no veo y no toco, no creo.
La segunda
vez, ocho días después, estaba también Tomás. Y Jesús se dirigió justamente a
él, lo invitó a mirar las heridas y a tocarlas. Y Tomás exclamó: ¡Señor
mio y Dios mio!.
Jesús
entonces dijo: Porque me has visto tú has creído; ¡bienaventurados
quienes no me han visto y han creído!.
¿Y quiénes
eran estos que habían creído sin ver? Otros discípulos, otros hombres y
mujeres de Jerusalén, que mismo no habiendo encontrado a Jesús resucitado,
creyeron en el testimonio de los apóstoles y de las mujeres.
Esta es una
palabra muy importante sobre la fe, podemos llamarla la bienaventuranza de la
fe. Beatos aquellos que no vieron y creyeron, esta es la bienaventuranza de la
fe.
En cada
tiempo y lugar son bienaventurados quienes, a través de la palabra de Dios,
proclamada en la Iglesia y testimoniada por los cristianos, creen que
Jesucristo es el amor de Dios encarnado, la misericordia encarnada. ¡Y esto
vale para cada uno de nosotros!
A los
apóstoles Jesús les donó, junto con su paz, el Espíritu Santo, para que
pudieran difundir en el mundo el perdón de los pecados, aquel perdón que
solamente Dios puede dar, y que ha costado la Sangre del Hijo.
La Iglesia
es mandada por Cristo resucitado a transmitir a los hombres la remisión de los
pecados, para así hacer crecer el reino del amor, sembrar la paz en los
corazones, para que se afirme también en la relaciones, en la sociedad y en las
instituciones.
Y el
Espíritu de Cristo Resucitado expulsa el miedo del corazón de los apóstoles,
los empuja a salir del Cenáculo para llevar el Evangelio. ¡Tengamos también
nosotros más coraje de dar testimonio de la fe en Cristo Resucitado! ¡No
debemos tener miedo de ser cristianos y de vivir como cristianos!
!Nosotros
debemos tener este coraje de ir y anunciar a Cristo resucitado, porque Él es
nuestra paz. Él ha traído la paz con su amor, con su perdón, con su sangre y
con su misericordia!
Queridos
amigos. Hoy por la tarde celebraré la eucaristía en la basílica de San Juan de
Letrán, que es la catedral del obispo de Roma. Recemos junto a la Virgen María
para que nos ayude, obispo y pueblo, a caminar en la fe y en la caridad.
Confiando
siempre en la misericordia del Señor, porque Él siempre nos espera, nos ama,
nos ha perdonado con su sangre y nos perdona cada vez que vamos a Él a pedir
perdón. Tengamos confianza en su misericordia.
En estas palabras pascuales de la Iglesia resuenan en la plenitud de
su contenido profético las ya pronunciadas por María durante la visita hecha
a Isabel, mujer de Zacarías: « Su misericordia de generación en generación ».101 Ellas, ya desde el momento de la encarnación, abren una nueva
perspectiva en la historia de la salvación. Después de la resurrección de Cristo,
esta perspectiva se hace nueva en el aspecto histórico y, a la vez, lo es en
sentido escatológico. Desde entonces se van sucediendo siempre nuevas
generaciones de hombres dentro de la inmensa familia humana, en dimensiones
crecientes; se van sucediendo además nuevas generaciones del Pueblo de Dios,
marcadas por el estigma de la cruz y de la resurrección, « selladas » 102 a su vez con el signo del misterio pascual de Cristo, revelación
absoluta de la misericordia proclamada por María en el umbral de la casa de
su pariente: « su misericordia de generación en generación ».
Además María es la que de manera singular y excepcional ha
experimentado —como nadie— la misericordia y, también de manera excepcional,
ha hecho posible con el sacrificio de su corazón la propia participación en
la revelación de la misericordia divina. Tal sacrificio está estrechamente
vinculado con la cruz de su Hijo, a cuyos pies ella se encontraría en el
Calvario. Este sacrificio suyo es una participación singular en la revelación
de la misericordia, es decir, en la absoluta fidelidad de Dios al propio
amor, a la alianza querida por El desde la eternidad y concluida en el tiempo
con el hombre, con el pueblo, con la humanidad; es la participación en la
revelación definitivamente cumplida a través de la cruz. Nadie ha
experimentado, como la Madre del Crucificado el misterio de la cruz,
el pasmoso encuentro de la trascendente justicia divina con el amor: el «
beso » dado por la misericordia a la justicia.104 Nadie como ella, María, ha acogido de corazón ese misterio:
aquella dimensión verdaderamente divina de la redención, llevada a efecto en
el Calvario mediante la muerte de su Hijo, junto con el sacrificio de su
corazón de madre, junto con su « fiat » definitivo.
María pues es la que conoce más a fondo el misterio de la
misericordia divina. Sabe su precio y sabe cuán alto es. En este
sentido la llamamos también Madre de la misericordia:Virgen
de la misericordia o Madre de la divina misericordia; en cada uno de estos
títulos se encierra un profundo significado teológico, porque expresan la
preparación particular de su alma, de toda su personalidad, sabiendo ver
primeramente a través de los complicados acontecimientos de Israel, y de todo
hombre y de la humanidad entera después, aquella misericordia de la que « por
todas la generaciones » 105nos hacemos partícipes según el eterno designio de la Santísima
Trinidad.
Los susodichos títulos que atribuimos a la Madre de Dios nos hablan no
obstante de ella, por encima de todo, como Madre del Crucificado y del
Resucitado; como de aquella que, habiendo experimentado la
misericordia de modo excepcional, « merece » de
igual manera tal misericordia a lo largo de toda su vida
terrena, en particular a los pies de la cruz de su Hijo; finalmente, como de
aquella que a través de la participación escondida y, al mismo tiempo,
incomparable en la misión mesiánica de su Hijo ha sido llamada singularmente
a acercar los hombres al amor que El había venido a revelar: amor que halla
su expresión más concreta en aquellos que sufren, en los pobres, los
prisioneros, los que no ven, los oprimidos y los pecadores, tal como habló de
ellos Cristo, siguiendo la profecía de Isaías, primero en la sinagoga de
Nazaret 106 y más tarde en respuesta a la pregunta hecha por los enviados de
Juan Bautista.107
Precisamente, en este amor « misericordioso », manifestado ante todo
en contacto con el mal moral y físico, participaba de manera singular y
excepcional el corazón de la que fue Madre del Crucificado y del Resucitado
—participaba María—. En ella y por ella, tal amor no cesa de revelarse en la
historia de la Iglesia y de la humanidad. Tal revelación es especialmente
fructuosa, porque se funda, por parte de la Madre de Dios, sobre el tacto
singular de su corazón materno, sobre su sensibilidad particular, sobre su
especial aptitud para llegar a todos aquellos que aceptan más
fácilmente el amor misericordioso de parte de una madre. Es éste uno
de los misterios más grandes y vivificantes del cristianismo, tan íntimamente
vinculado con el misterio de la encarnación.
« Esta maternidad de María en la economía de la gracia —tal como se
expresa el Concilio Vaticano II— perdura sin cesar desde el momento del
asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin
vacilar al pie de la cruz hasta la consumación perpetua de todos los
elegidos. Pues asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino
que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la
salvación eterna. Con su amor materno cuida a los hermanos de su Hijo, que
todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean
conducidos a la patria bienaventurada ».108
NOTAS:
102
2 Cor 1, 21 s.
103 Lc 1, 50.
104 Cfr. Sal 85 (84), 11.
105 Lc 1, 50.
106 Cfr. Lc 4, 18.
107 Cfr. Lc 7, 22.
108 Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen Gentium, 62: A.A.S. 57 (1965), p. 63.
Ioannes Paulus PP. II Carta Encíclica Dives in
misericordia
sobre la Misericordia Divina