Preparación a la venida del Espíritu Santo
María presente en el Cenáculo
María presente en el Cenáculo
1.
“Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de
algunas mujeres, de María, la
Madre de Jesús, y de sus hermanos” (Hch 1, 14). Con
estas sencillas palabras el autor de los Hechos de los Apóstoles, señala la
presencia de la Madre
de Cristo en el Cenáculo, en los días de preparación para Pentecostés.
En la
catequesis precedente ya entramos al Cenáculo y vimos que los Apóstoles,
obedeciendo la orden recibida de Jesús antes de su partida hacia el Padre, se
habían reunido allí y “perseveraban... con un mismo espíritu” en la oración. No
estaban solos, pues contaban con la participación de otros discípulos,
hombres y mujeres. Entre estas personas que pertenecían a la comunidad
originaria de Jerusalén, San Lucas autor de los Hechos, nombra también a
María, Madre de Cristo. La nombra entre los demás presentes, sin añadir
nada de particular respecto a Ella. Pero sabemos que Lucas es también el
Evangelista que manifestó de forma más completa la maternidad divina y virginal
de María, utilizando las informaciones que consiguió con una precisa intención
metodológica (cf. Lc 1, 1 ss.; Hch 1, 1 ss.) en las comunidades
cristianas, informaciones que al menos indirectamente se remontaban a la
primerísima fuente de todo dato mariológico: la misma Madre de Jesús. Por ello,
en la doble narración de Lucas, así como la venida al mundo del Hijo de Dios
está presentada en estrecha relación con la persona de María, así ahora se
presenta el nacimiento de la
Iglesia vinculado con Ella. La simple constatación de su
presencia en el Cenáculo de Pentecostés basta para hacernos entrever toda la
importancia que Lucas atribuye a este detalle.
2. En
los Hechos María aparece como una de las personas que participan, en calidad de
miembro de la primera comunidad de la Iglesia naciente, en la preparación para
Pentecostés. Sobre la base del Evangelio de Lucas y otros textos del Nuevo Testamento,
se formó una tradición cristiana acerca de la presencia de María en la Iglesia, que el Concilio
Vaticano II ha resumido afirmando que Ella es un miembro excelentísimo y
enteramente singular (cf. Lumen
gentium, 53) por ser Madre de Cristo, Hombre-Dios, y por consiguiente
Madre de Dios. Los Padres conciliares recordaron, en el mensaje introductorio,
las palabras de los Hechos de los Apóstoles que acabamos de leer, como si
quisieran subrayar que, como María había estado presente en aquella primera
hora de la Iglesia,
así deseaban que estuviese en su reunión de sucesores de los Apóstoles,
congregados en la segunda mitad del siglo XX en continuidad con la comunidad
del Cenáculo. Reuniéndose para los trabajos conciliares también los Padres
querían perseverar “en la oración con un mismo espíritu... en compañía de
María, la Madre
de Jesús” (cf. Hch 1, 14).
3. Ya en
el momento de la anunciación María había experimentado la venida del Espíritu
Santo. El Ángel Gabriel le había dicho: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti
y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra: por eso el que ha de nacer
será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 35). Por medio de esta
venida del Espíritu Santo a Ella, María fue asociada de modo único e
irrepetible al misterio de Cristo. En la Encíclica Redemptoris
Mater escribí: “En el misterio de Cristo María está presente ya ‘antes
de la creación del mundo’ (cf. Ef 1, 4) como Aquella que el Padre ‘ha
elegido’ como Madre de su Hijo en la Encarnación, y junto con el Padre la ha elegido
el Hijo, confiándola eternamente al Espíritu de santidad” (n. 8).
4.
Ahora bien, en el Cenáculo de Jerusalén, cuando mediante los acontecimientos
pascuales el misterio de Cristo sobre la tierra llegó a su plenitud, María
se encuentra en la comunidad de los discípulos para preparar una nueva
venida del Espíritu Santo, y un nuevo nacimiento: el nacimiento de la Iglesia. Es verdad que
Ella misma es ya “templo del Espíritu Santo” (Lumen
gentium, 53) por su plenitud de gracia y su maternidad divina, pero
Ella participa en las súplicas por la venida del Paráclito a fin de que
con su poder suscite en la comunidad apostólica el impulso hacia la misión que
Jesucristo, al venir al mundo, recibió del Padre (cf. Jn 5, 36), y, al
volver al Padre, transmitió a la
Iglesia (cf. Jn 17, 18). María, desde el inicio,
está unida a la Iglesia,
como uno de los “discípulos” de su Hijo, pero al mismo tiempo destaca en todos
los tiempos como “tipo y ejemplar acabadísimo de la misma (Iglesia) en la fe y
en la caridad” (Lumen
gentium, 53).
5. Lo
ha puesto muy bien de relieve el Concilio Vaticano II en la Constitución sobre la Iglesia, donde leemos:
“La Virgen Santísima,
por el don y la prerrogativa de la maternidad divina, que la une con el Hijo
Redentor, y por sus gracias y dones singulares, está también íntimamente unida
con la Iglesia. Como
ya enseñó San Ambrosio, la Madre
de Dios es tipo de la Iglesia
en el orden de la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Cristo” (Lumen
gentium, 63).
“Pues
en el misterio de la Iglesia
-prosigue el Concilio-,... precedió la Santísima Virgen
presentándose de forma eminente... Creyendo y obedeciendo, engendró en
la tierra al mismo Hijo del Padre, y sin conocer varón, cubierta con
la sombra del Espíritu Santo” (Lumen
gentium, 63).
La
oración de María en el Cenáculo, como preparación a Pentecostés,
tiene un significado especial, precisamente por razón del vínculo con el
Espíritu Santo que se estableció en el momento del misterio de la Encarnación. Ahora
bien, este vínculo vuelve a presentarse, enriqueciéndose con una nueva relación.
6. Al
afirmar que María “precedió” en el orden de la fe, la Constitución parece
referirse a la “bienaventuranza” escuchada por la Virgen de Nazaret durante
la visita a su parienta Isabel tras la anunciación: “¡Feliz la que ha
creído!” (Lc 1, 45). El Evangelista escribe que “Isabel quedó
llena de Espíritu Santo” (Lc 1, 41) mientras respondía al saludo de
María y pronunciaba aquellas palabras. También en el Cenáculo de Pentecostés en
Jerusalén según el mismo Lucas, “todos quedaron llenos del Espíritu Santo”
(Hch 2, 4). Por lo tanto, también Aquella que había concebido “por obra
del Espíritu Santo” (cf. Mt 1, 18) recibió una nueva plenitud de Él.
Toda su vida de fe, de caridad, de perfecta unión con Cristo, desde
aquella hora de Pentecostés quedó unida al camino de la Iglesia.
La
comunidad apostólica tenía necesidad de su presencia y de aquella perseverancia
en la oración en compañía de Ella, la
Madre del Señor. Se puede decir que en aquella oración “en
compañía de María” se trasluce su particular mediación, nacida de la
plenitud de los dones del Espíritu Santo. Como su mística Esposa, María
imploraba su venida a la
Iglesia, nacida del costado de Cristo atravesado en la cruz,
y ahora a punto de manifestarse al mundo.
7.
Como se ve, la breve mención que hace el autor de los Hechos de los
Apóstoles acerca de la presencia de María entre los Apóstoles y todos aquellos
que “perseveraban en la oración” como preparación a Pentecostés y a la
“efusión” del Espíritu Santo, encierra un contenido sumamente rico.
En la Constitución Lumen
gentium el Concilio Vaticano II ha dado expresión a esta riqueza de
contenido. Según el importante texto conciliar, Aquella que en el Cenáculo en
medio de los discípulos perseveraba en la oración, es la Madre del Hijo,
predestinado por Dios a ser “el primogénito entre muchos hermanos” (cf. Rm
8, 29). Pero el Concilio añade que Ella misma cooperó “a la regeneración y
formación” de estos “hermanos” de Cristo, con su amor de Madre. La Iglesia, a su vez,
desde el día de Pentecostés, “por la predicación y el bautismo engendra a una
vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y
nacidos de Dios” (Lumen
gentium, 64). La
Iglesia, por consiguiente, convirtiéndose así también ella
en madre, mira a la Madre
de Cristo como a su modelo. Esta mirada de la Iglesia hacia María tuvo
su inicio en el Cenáculo.
Fuente: JUAN
PABLO II AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 28 de junio de 1989
Mucho texto Bv
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